Crítica: ‘Ciudades de papel’. Honestidad adolescente

El escritor John Green sigue surtiendo de materia prima al sector de la literatura juvenil que descarta vampiros, magos y distopías varias en pos de una cariñosa reflexión sobre la adolescencia y el salto a la madurez. Tras la interesante Bajo la misma estrella, los guionistas Scott Neustatder y Michael H. Weber vuelven al universo de Green para contarnos la historia de Quentin (Nat Wolff), un adolescente enamorado desde siempre de su misteriosa vecina Margo (Cara Delevigne). Cuando ésta desaparece sin dejar rastro tras una última noche juntos, Q y sus amigos se embarcarán en un viaje de autodescubrimiento para dar con ella.

La película sigue con fidelidad las claves de la nueva hornada de cintas como Aquí y ahora, la citada Bajo la misma estrella o Las ventajas de ser un marginado: un universo eminentemente juvenil (la presencia de adultos es aquí testimonial) poblado por personajes honestos con dudas y actitudes realistas e identificables. Ciudades de papel hace gala de una innegable limpieza narrativa y cinematográfica, con un dibujo de personajes bien perfilado y coherente con el transcurrir de la trama (muy bien apuntalada, por cierto, por una certera selección de canciones en su banda sonora).

La galería de protagonistas y secundarios transita los tópicos de las high school movies (el nerd obseso, el amigo silente, la novia formal, el cachas lelo, etc), pero el trabajo de su reparto, en los que destacan la gestualidad sutil de Wolff y una excelente Delevigne en su debut como cabeza de cartel, le otorga un plus de sinceridad a la historia. Incluso los puntuales diálogos disonantes, arcos vitales previsibles o clichés narrativos se ven limados por la funcionalidad y cercanía del diseño de los personajes, especialmente brillante (pese a ser el más breve) en el caso de Margo.

Los guionistas no clavan como en otras ocasiones la alternancia de drama y humor, escapándosele alguna puntada humorística improcedente o fuera de tono (compensada por notas puntuales de excentricidad bien integrada). También el tratamiento del misterioso juego de pistas con el que Margo desafía al protagonista resulta un tanto disperso y arbitrario. Fruto del desequilibrio en la duración de los tres actos en que se divide, la cinta sufre alguna caída de ritmo hacia mitad del metraje, remontando espectacularmente en las últimas secuencias: un cierre brillante que, sin recurrir a la manipulación emocional, resulta de lo más honesto y sinceramente emotivo.

No obstante, el corazón de la cinta (y su verdadero mérito) es su deconstrucción del tópico de la manic pixie dream girl. Aquí es despersonalizado, tratado casi como un ente ausente (las apariciones de Delevigne son contadas) y es reformulado como punto de partida y motor del viaje de autodescubrimiento y realización personal del protagonista a través de una sutil lectura sobre el abandono de la zona de confort, el salto a la madurez y la futilidad de la idealización. Esta relectura de los códigos de la comedia romántica juvenil (ya ensayada por los guionistas en ‘500 días juntos’) aliñado con las dosis justas de nostalgia juvenil y melancolía amable supone lo más audaz e interesante de la película.

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